Días de chándal


En mi primera colaboración con huelvabuenasnoticias, el 2 de febrero, escribía que “quienes han corrido un maratón, que no es mi caso -aún-,  cuentan que…”. Ese “aún”, a la postre, se convirtió en una trampa, en algo que seguía ahí, esperándome y llamándome, constante como un martinete. Y al igual que los ríos siempre acaban desembocando en un mar, yo acabé corriendo el maratón. Madrid, 28 de abril. 3 horas, 57 minutos y 50 segundos.

Dado que mis amistades huyen despavoridas o cambian de tema ante cualquier intento de narrarles la epopeya, les ruego a ustedes, agradecidos lectores, que me permitan aprovecharme de su infinita benevolencia.

Tranquilos, no les voy a contar los detalles de la carrera. No les hablaré del compañerismo reinante entre una turba de veinte mil personas que revolotea nerviosa antes de afrontar esos 42 kilómetros en una gélida mañana. No les cansaré con el relato de la emoción sentida al atravesar la multitud que se amontona en la Puerta del Sol para darte alas con su aliento. No les describiré la sensación de poder que te invade subiendo sin dificultades extremas una cuesta demencial a la salida de la Casa de Campo. No les aburriré contándoles el delirio que se apodera de todo tu cuerpo y toda tu mente, desde las uñas de los pies a las pestañas, en esos últimos doscientos metros en el Parque del Retiro que parecen abrir de par en par las puertas de la mismísima gloria.

No, por mucho que todo eso compense los meses de entrenamiento, de sufrimiento, de renuncias y de sacrificios, de frío, de viento y de lluvia, no les voy a incordiar con la crónica de mi primer maratón.

A cambio, les dejo una reflexión que tal vez a alguno le sirva de algo: definitivamente, la vida se ve de otra manera cuando pasas tres días en chándal por Madrid comiendo espaguetis.

(Publicado en www.huelvabuenasnoticias.com)

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