Calamaro


Calamaro, Andrés, es un capullo. A medio camino entre una copia cara de Dylan y el afán de autodestrucción de Silvio Fernández Melgarejo, ha cultivado con esmero y dedicación su imagen de canalla irredento, de estrella del rock siempre al borde del abismo. Es un chulo y un creído, como buen argentino.

Calamaro, Andrés, se cree un genio porque es capaz de aparecer en la discográfica con trescientas canciones, porque en lugar de promocionar su trabajo se dedica a perdonarte la vida, porque desde que llegó a España en los primeros noventa ha hecho lo que le ha dado la gana, sembrando el camino de discretos éxitos y sonoros fracasos.

Calamaro, Andrés, es un tío difícil, que canta con el culo y que tiene un pésimo gusto cuando deja la guitarra y pone las manos sobre el teclado, o sea casi siempre. Escuchar un disco completo de Calamaro suele ser una tortura que te lleva a la extenuación entre tanta balada tangosa y tanta letra pastelera (“Quiero vivir dos veces para poder olvidarte / quiero llevarte conmigo y no voy a ninguna parte”).

Calamaro, Andrés, es un mito sobredimensionado. Hay mucha más leyenda en lo que le rodea, en lo que parece, que en él mismo, en lo que es.

Por todas estas razones, no me lo perdería el 8 de julio en el Foro Iberoamericano de La Rábida. Por nada del mundo.

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