Un Nóbel como los de antes

Hoy me he llevado una gran alegría. Le han dado el Premio Nóbel de Literatura a Mario Vargas Llosas. Conocí a Mario un día tomando un café en la Plaza de las Monjas. Ah, no, no era así.

Hace años, cuando aún no me había transformado en un 'homo technologicus', leía libros. Leía como hay que leer, con pasión, con imaginación, con los cinco sentidos. Leía por la noche, pero también por la tarde, e incluso alguna mañana. Leía novelas, leía teatro. Leía con avaricia. A veces, me quedaba terminando un libro de madrugada, y acababa tan exhausto que luego no podía dormir.

De Varga Llosa no había leído aún nada, hasta que un día de julio vi a mi padre poner un tocho en la estantería. Me llamó la atención. Era 'La guerra del fin del mundo', un huevo de páginas con la letra pequeña. Lo abrí con curiosidad y leí el principio: "El hombre era alto y tan flaco que parecía siempre de perfil. Su piel era oscura, sus huesos prominentes y sus ojos ardían con fuego perpetuo". Tardé todo ese verano en leerlo, tapado en la playa con la toalla mientras el sol caía detrás del horizonte. Juro que nunca he disfrutado tanto con un libro.

Después de unos cuántos años, la Academia Sueca se reconcilia con la realidad. Tras el desfile de nobeles de literatura a poetas chinos, ensayistas afganos y dramaturgos de Papúa-Nueva Guinea (no me sé el gentilicio, coño), se reconoce la obra de un escritor de los grandes, de un autor bueno y de éxito, que ha vendido muchos millones de libros, que ha hecho reir, llorar, temer y gozar a muchos millones de almas.

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